“El amor reclama la presencia del Amado”. 

Por eso, el deseo y la necesidad de estar con Él, Corazón con corazón, bebiendo el amor que por la contemplación y adoración se hace fundamento de nuestra misión evangelizadora.

La oración es una necesidad vital en nuestra vida. Sin oración no existe comunidad ni fecundidad misionera.

A través de la liturgia diaria, íntimamente unida a la oración personal, expresamos la primacía de Dios en nuestras vidas. 

La Virgen oyente, que acogió con fe la Palabra de Dios nos mantiene en actitud de discípulas a la escucha del Maestro.

En la oración recuperamos nuestra verdad de hijas y hermanas. Es el punto de partida y el recurso imprescindible para modelar nuestra existencia conforme al Evangelio.

La experiencia del encuentro personal con Jesús es la que transforma un grupo en una comunidad donde todo se recrea, se vigoriza y se redescubre, donde la propia y común identidad queda enriquecida, donde nace el sentimiento de gratitud que se comparte y fecunda la vida. Sólo de ese encuentro puede surgir la comunidad generadora de vida

Oración y contemplación ocupan la centralidad de nuestra misión evangelizadora, porque sólo desde la contemplación del rostro de Cristo se puede descubrir a cada uno de nuestros hermanos y sólo desde el rostro de nuestros hermanos se puede acceder al de Dios. Si no somos contemplativas, no somos evangelizadoras creíbles.

Con Jesús en el corazón, se hace fácil la vida de comunidad y no hay misión evangelizadora difícil. Con Jesús en el corazón, las horas se nos hacen cortas para estar con Él y para llevarle a los demás.

Una espiritualidad integrada, animada por el Espíritu y alimentada por la Palabra de Dios y abierta a los signos de los tiempos y lugares donde nos encontramos, nos ayuda a estar abiertas y disponibles al Señor y a nuestros hermanos. Ciertamente es muy difícil hablar de Dios sin experiencia de Dios.

La Eucaristía ocupa el centro de nuestra vida consagrada, personal y comunitaria. Ella es por excelencia fuente de espiritualidad, de comunión y de envío a la misión.

La Eucaristía en la Congregación, no es un acto piadoso, que marca más o menos nuestro día. La presencia eucarística en nuestra casa no tiene como objetivo fomentar una piedad intimista, no. La Eucaristía ha quedado vital e inseparablemente inserta en el proceso, en el camino de cristificación que emprendemos con el empeño de quien sabe que en ello reside el elemento sustancial del Carisma, el punto clave de donde brota la verdadera misión, el verdadero aporte de la Congregación a la vida y santidad de la Iglesia.

Es en la Eucaristía, en la “fragua enrojecida del Sagrario”, donde se identifican los dos corazones, donde se aviva el amor con locura a Jesucristo, y desde donde brota y se vigoriza el impulso irresistible apostólico, la irradiación.

Por eso, la Eucaristía es el corazón de la Congregación, es el corazón de cada comunidad, de cada uno de nuestros Centros, de cada Misionera. “El apóstol vive del Altar”

Celebrar la Eucaristía cada día, es una gracia y un compromiso. “Hacer memoria” de Jesús, es actuar como Él y vivir al servicio del Reino como Él. También cuidamos nuestra vida poniendo especial interés en la formación permanente, considerada como un eje transversal de nuestra renovación congregacional. Entendemos ésta como proceso natural, ordinario, al ritmo de la propia vida, como parte del itinerario de la progresiva asimilación de los sentimientos de Cristo, con quien estamos identificándonos e irradiándolo continua y permanentemente.